martes, 10 de noviembre de 2009

Sinestesia.

Odio las mañanas, porque me rajan.
Odio las sábanas porque dejan un sabor amargo en la boca.
Odio el café porque es voluble, caprichoso, te da calor, frío, calor, despertar, sueño, tranquilidad y nostalgia.
Odio la calle, porque chilla con prisas.
Odio a la gente, porque huele a gente, te aprisiona, te envuelve en un conjunto en el que estas solo, no te permite moverte, respirar, te deja oir demasiado, tocar demasiado, ahogarte demasiado.
Odio la luz porque presiona y duele.
Odio los papeles porque piensan por mi, me reflejan, reflejan lo que tendría que saber, lo que debería saber, lo que tendré que saber y no sé, son mi conocimiento desconocido, el futuro esfuerzo, la falta de vida, la perdida de tiempo. El futuro papel.
Odio el teléfono porque chilla y no habla, porque te llama y no dice nada, porque lo ves y no existe. Y no existes.

Te odio por darme las noches.
Por el agua, por el calor, por la vigilia, por la necesidad y la cercanía.
Por los murmullos, por el tiempo.
Por oler a ti, aprisionarme en ti, envolverme en ti. Por no poder moverme, ni respirar, ni oir y sin embargo tocar, tocar, y nunca demasiado mientras me ahogo. Y nunca es demasiado.
Te odio porque eres oscuro, mimético, no das la cara pero atacas.
Odio los papeles porque los pierdo, porque no puedo pensar en ellos, me reflejan, reflejan lo que tendría que hacer, lo que debería hacer, lo que tendré que hacer y no querré y no podré y lo haré, son mi conocimiento conocido, repetitivo, el futuro esfuerzo, la falta de vida, la necesidad del tiempo. La necesidad de volver a mi papel.
Odio la puerta porque susurra y habla, porque se cierra, porque a pesar de ser bajas sus palabras resuenan dentro en cada escalón. Porque te veo y existes.
Te odio porque existes.
Porque lo cambias todo.
Te odio, por encima de todo, por anestesiar mi sinestesia.

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