No terminas de asimilarlo. Y lloras. Lloras de verdad, por tristeza y porque sí. Entonces es cuando llega el momento en el que te planteas muchas cosas más o menos importantes en la vida. ¿Aprobaré el examen de la Autoescuela? ¿Seguiré con mi novia el próximo verano? ¿Tendré suficiente dinero para alquilar un piso?
Quehaceres diarios y problemas que consideramos fundamentales y, sin embargo, cuando lloras de verdad (y por alguien a quien quieres y, más aún, porque ese alguien está sufriendo) te das cuenta de que nada tiene más sentido en la vida que la propia vida y el verbo que va con ella de la mano: vivir. Vivir está perdiendo cada vez más fuerza pragmática, lo que nos lleva al error de preocuparnos por motivos cada vez más banales.
Por eso hay que saber mantener a las personas que merecen la pena; por eso hay que saber recordar los momentos que verdaderamente nos hacen felices; por eso hay que vivir, sabiendo lo que muchas veces se nos olvida: que estamos aquí por casualidad y esa casualidad es nuestra, tuya, mía, de nosotros…
Vivan, señores. No se arrepentirán.
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